Hace unos meses, durante un fin de semana de vacaciones, yo estaba parado sobre un montecillo mirando una de las ásperas ensenadas
que puntean la costa del norte de California.
En la entrada de la ensenada había varias rocas grandes que sobresalían del mar y recibían todo el impacto de las grandes olas del Pacífico, las cuales, al golpear contra ellas, estallaban en montañas de espuma antes de correr por los acantilados de la costa.
Cuando a lo lejos veía las olas estrellarse contra esas grandes rocas descubrí, con sorpresa, lo que parecían pequeñas palmeras en las rocas, de no más de un metro de alto, que soportaban el golpe de las olas. A través de mis binoculares vi que eran algún tipo de plantas marinas, con un” tronco” delgadito y con un manojo de hojas en la parte de arriba.
Cuando examinaba una de esas plantas en los intervalos de las olas, parecía claro que esta frágil planta, erecta y pesada en la parte de arriba, sería completamente aplastada y destruida al siguiente golpe de una ola.
Cuando ésta llegaba, el tronco se doblaba casi al nivel del suelo y todas las hojas eran puestas como en línea recta por el torrente de agua; sin embargo, en cuanto pasaba la ola, la planta tenaz y flexible, se ponía vertical de nuevo.
Parecía increíble que fuera capaz de soportar este golpeteo constante hora tras hora, día y noche, semana tras semana, quizás año tras año, y que todo ese mismo tiempo se estuviera nutriendo, extendiendo sus dominios, reproduciéndose a sí misma, en ese proceso que en nuestra forma de escribir llamamos crecimiento.
Aquí en esta misma planta marina, semejante a una palma, estaba la tenacidad por la vida, el empuje vital hacia delante y la habilidad para sobrevivir en un ambiente increíblemente hostil, no simplemente quedándose estática, sino siendo capaz de adaptarse, desarrollarse y convertirse en ella misma”.
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